#21

De un modo parecido se pronuncia Geert Lovink cuando se pregunta, en Tristes por diseño, si podemos seguir inspirándonos en Los orígenes del totalitarismo de Arendt, en la Psicología del fascismo de Reich, en la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer o en Masa y poder de Canetti. «¿Nos ayudarán estos autores a descubrir cuáles son las causas definitorias de la regresión?» No he terminado de leer el ensayo de Lovink, pero estoy seguro de que las aportaciones de esos autores pueden seguir siendo inspiradoras para quien se tome el tiempo necesario para leerlos y pensarlos, como siguen siendo fecundos, por ejemplo, los mitos griegos. Seguramente ese es el problema principal: hasta qué punto los espacios de reflexión pausada —¿de dónde si no nace la crítica?— están seriamente amenazados, o hasta qué punto podemos llegar a renunciar a ellos por pensar a priori que sean caminos estériles, callejones sin salida. Sentir el peso de las consecuencias de la crisis económica, de la pujanza de los populismos de diverso signo, del desastre medioambiental, de la producción incesante de armas, de la distribución desigual de la riqueza, de tantas y tantas cosas… supone una carga paralizante, difícil de soportar. Es ahí, y no en otro lugar, donde las consolas, las redes sociales o las series, juegan su papel. Las más de las veces como canales de evasión, pero en otras ocasiones, como tú apuntas, como correas de transmisión del activismo social. «No basta con oponerse a la tecnología. Dormirse en los laureles del pesimismo es la más irresponsable de todas las actitudes», leo en un artículo de Jorge Freire, en el periódico de hoy mismo, en el que una de las noticias más relevantes, a mi entender, es la manifestación de unos 300 manteros reclamando papeles para todos. Ellos sí se mueven. No paran de hacerlo. Y no podemos dejar de apuntar que no han sido los libros que leen o dejan de leer lo que les pone en marcha.

 
 

#20

La plataforma HBO estrenó el año pasado una nueva versión del filme de Truffaut, en la que el cuerpo de “bomberos” utiliza las redes sociales, además del lanzallamas, como agente represor. Más recientemente se ha inaugurado en Barcelona una exposición, titulada Pantallas y Pastillas, a partir de la novela de Ray Bradbury; una exposición concebida en formato libro —con cubierta, prólogo, índice, capítulos, notas a pie de página, epílogo y contraportada— que traza analogías entre formas de censura y control del pasado y del presente. La actualidad de Fahrenheit 451 refleja la inquietud que generan los nuevos “dispositivos” —en sentido amplio, Foucaltiano— de control, que amenazan, como se oye decir a menudo, con llevarnos de vuelta hacia un mundo autocrático ya vivido (Alemania de Weimar) o ya anunciado (Orwell). Sin embargo, lo que activa ese presagio no es tan evidente como parece, o por lo menos tiene sus contradicciones: el relato de Bradbury describe una sociedad en la que los libros son perseguidos y quemados —imagen nada distópica y futurista sino propia de dictaduras pasadas, como nos recuerdan varias obras de Pantallas y Pastillas— pero lo cierto es que nunca antes habían circulado por el mundo tantos libros como ahora (se sabe poco, en cambio, sobre todos aquellos que se destruyen —¿cuántos ejemplares desaparecen por cuenta de las propias imprentas y editoriales para lidiar con la sobreproducción?) Los nuevos gobernantes de Silicon Valley fuerzan precisamente “la circulación de la escritura” para ejercer su poder; “quemar libros”, hacer callar es precisamente su talón de Aquiles, su principio del fin. Han asumido que para controlar —para extraer nuestros datos— primero hay que “dar la palabra”, aun si se cuestiona su propio estatus. Cuando en 2013 se publicó El Fin del Poder de Moisés Naím, ensayo que muestra la volatilidad del poder a la que todos los poderosos de hoy están expuestos, el propio Mark Zuckerberg lo promocionó con empeño —hasta llegó a fundar un club de lectura (postizo, como luego se vio) para recomendarlo a todos sus seguidores— y a los pocos días la edición se agotó. La nave industrial de Amazon bombeando libros las 24 horas del día es la imagen opuesta a esas casas asépticas sin ningún libro a la vista en Fahrenheit 451. Está claro que el uso irresponsable y acrítico de las redes sociales nos equipara en ciertos aspectos a la sociedad dócil y adormecida de Fahrenheit 451, pero también es evidente que, sobre todo a partir de las revueltas de 2011 (Primaveras árabes, 15-M, London Riots) los movimientos sociales ocupan el centro de nuestras sociedades y no el lugar recóndito donde se refugian esos cuerpos-libro filmados por Truffaut. «No te deprimas tío, nunca había visto tantos activistas en las calles como ahora», le dijo recientemente Emory Douglas (en su día Ministro de Cultura del Black Panther Party) al artista Adam Broomberg, que decidió compartir ese mensaje de esperanza… en su cuenta de Instagram. El año pasado las ventas de libros sobre política se duplicaron en el Reino Unido, según un artículo de The Guardian (Alison Flood, 07.11.18). En uno de esos libros, How Democracy Ends, el historiador David Runciman insiste en algo que parece fundamental: sí, la tecnología digital es una amenaza para la democracia, el problema es que, a diferencia de lo que suele decirse, no tenemos nada con qué compararla. El riesgo no es tanto que la historia se repita, sino empeñarse en creer que la historia va a repetirse; no prestar suficiente atención a fenómenos sin precedentes «mientras buscamos a Hitler» y que la democracia fracase mucho antes de que nos demos cuenta. «Cuando The Economist quiso encontrar un modo de representar el poder de Mark Zuckerberg», dijo Runciman en la presentación del libro (disponible en su brillante podcast Talking Politics, episodio 07.12.17) «se optó por retratarlo como a un emperador romano; pulgar arriba, pulgar abajo. Pero Zuckerberg es mucho más poderoso que un emperador romano. De largo. No es poder militar o poder político, es poder-información. ¿Qué significa vivir en una sociedad con una institución que puede ser, simultáneamente, más democrática que un Estado democrático y más autocrática que un Estado autocrático, con más dinero en sus cuentas que el gobierno americano? Eso no es la Alemania de Weimar.» Eso no es Fahrenheit 451.  

#19

Viéndote hablar de cómo el deseo está tan repartido, y ante el despliegue de citas que de un modo u otro te han marcado, me viene a la memoria el "reparto de lo sensible" de Jacques Rancière. Como "el deseo" y "lo sensible" podrían encontrarse fácilmente en un mismo campo semántico, la relación me parece demasiado trivial, y trato de olvidarla. Pero al no dejar de intuir una conexión más profunda entre lo que me comentas que afirma Briggs y los textos de Rancière, acudo a este último nuevamente, y releo algunas de sus páginas. Mi atención se centra ahora en algunas líneas subrayadas tiempo atrás: «El hombre es un animal político porque es un animal literario, que se deja desviar de su destino "natural" por el poder de las palabras.» ¿No te parece que esta frase procura una buena síntesis que aúna tus reflexiones con la imagen de ese hombre fotografiado por Zimbel y Frank? Pero ejerciendo un cierto contrapeso a la oratoria aparece la palabra escrita, la letra impresa que —nos viene a decir Rancière— instaura un nuevo reparto de lo sensible, en la medida en que no puede controlarse su posterior circulación. «Esto ha sido siempre, como lo sabemos» —dice Rancière— «la obsesión de los gobernantes y de los teóricos del buen gobierno, inquietos por el "desclasamiento" producido por la circulación de la escritura.» Una circulación que "destruye todas las jerarquías" y funda la comunidad de los lectores, que para Rancière es una comunidad sin legitimidad, producto de "la circulación aleatoria de la letra." Mientras todo esto me ronda por la cabeza, me asedian los cuerpos-libro de Fahrenheit 451, maravillosamente filmados por Truffaut, cuerpos marcados también ellos, como dices, por textos. 

 
 

#18

«”Mi Deseo de escribir”» dice Barthes, citado por Kate Briggs en su reciente y fascinante libro This Little Art, «”no proviene de leer en sí sino de ciertas lecturas en particular, lecturas locales”. Un puñado de autores», coge la palabra Briggs, «aunque solo sean uno o dos de sus libros. Para Barthes, es Proust, pero En Busca del Tiempo Perdido, no el anterior Jean Santeuil. Es Tolstoy, por supuesto. Pero Guerra y Paz y no Anna Karenina. Y aun entonces, no el libro en su totalidad. Tal vez es solo un párrafo, un párrafo que resuena a lo largo de una vida mientras el resto del libro se disipa sin hacer ruido.» Fragmentos, citas, pasajes de textos que, por algún motivo u otro, lo desconocemos en gran medida —por suerte—, marcan, o no, cada uno de nuestros cuerpos, como la cabeza esculpida en el antepecho de la ventana que “punzó” tu retina. ¿Por qué, de entre todas las novelas de Bernhard, la frase que ha quedado grabada en mi memoria no es otra que «En cada cabeza humana se halla la catástrofe humana que se corresponde con esa cabeza»? O esa primera frase en Mis Amigos de Bove, «When I wake up, my mouth is open», pese haberla leído en lengua extranjera. O aquel pasaje de Papeles Falsos donde Valeria Luiselli vislumbra, en el mapa de Venecia, los pedazos de una rodilla fracturada. Es muy buena cosa, viene a decir Briggs, que esas marcas agiten, remuevan a unos y a otros no. Que el deseo, en definitiva, esté tan repartido: «Si todos deseáramos única y exclusivamente el mismo libro, todo lo escrito acabaría siendo siempre el mismo libro». La conexión entre las fotografías de Zimbel y Frank es muy tuya; un “punctum punctum”, o “punctum dejà vu”, como el sobresalto que uno tiene al ver, inesperadamente, aquello que ya ama o ya desea. Por otro lado, también da cuenta de la selección íntima —nunca objetiva— que conlleva el uso de una cámara, de la subjetividad ineludible del encuadre; el mismo día, en el mismo lugar, y sin embargo Zimbel y Frank fotografiaron cada uno “a su rollo”, como quien subraya excitado “ciertas lecturas en particular” y no otras. Irónicamente, el discurso político que registraron con sus fotografías parece ir en dirección opuesta a todo este elogio del deseo intransferible, de lo particular y de lo íntimo: aquí se trata de congregar a la multitud, de convencer, de aglutinar puntos de vista, de aplaudir las mismas citas, de ir todos a una.

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#17

En un glaciar remoto... ahí permanecen también, sepultadas, tantas y tantas imágenes a las que hemos dedicado mayor o menor atención. A veces pienso que un día debería contar la suma total de imágenes contenidas en los libros de mi biblioteca, ya que a cada una de sus páginas le he dedicado un tiempo. Sin duda se trata de varios miles de imágenes: fotografías, grabados, pinturas, dibujos, viñetas, collages, fotogramas... ¿Y cómo algunas de ellas hacen acto de presencia renovado, emergiendo de ese magma? Un día, revisitando el catálogo de G. Zimbel, publicado por el IVAM, encontré estas imágenes donde vemos un hombre encaramado en el alféizar de la ventana de un edificio, dirigiéndose a una multitud congregada a sus pies. Esas fotografías me trajeron a la memoria otra imagen contenida en The Americans, de Robert Frank. ¿Estuvieron Robert Frank y George Zimbel el mismo día en el mismo lugar? ¿Se trataba o no de la misma ventana, del mismo individuo? ¿Está Robert Frank “dentro” de la foto de Zimbel? Con cierta excitación —más espeleológica que historiográfica, y en todo caso más animal que humana: de rata de biblioteca— desenterré ese cuerpo ultracongelado, con sus brazos extendidos, de la fotografía de R. Frank. Como me dijo en su día Enric Farrés Durán: «Estuvieron los dos juntos allí, aquel día, en ese instante, y años más tarde vuelven a estar los dos juntos, en tu biblioteca.» Supongo que esa cabeza esculpida en el antepecho de la ventana actuó como "punctum" de la imagen, como el elemento que me dejó una marca tal que yo pudiera relacionar esas dos fotografías. Aunque la secuencia de Zimbel deja ver que el orador ha llegado a la repisa exterior simplemente abriendo la ventana, la primera vez que le vi ahí, en la fotografía de Frank, me imaginé a ese hombre escalando por la fachada, sorteando esa cabeza, en plan Cary Grant en Con la muerte en los talones, pero a escala reducida. Creo que estas derivas mentales, estas elucubraciones y conexiones que las imágenes son capaces o no de sugerirnos, por más tontas que sean, son las que hacen verdaderamente que determinados cuerpos salgan del hielo mientras otros permanecen sepultados.

 
 

#16

Es irónico que, a simple vista, el cambio más significativo entre las dos fotografías sea la desaparición de la palabra “LAZARUS” fijada en la fachada del centro comercial, teniendo en cuenta que Lázaro es el personaje bíblico que se asocia a la resurrección; la imagen de Ulrich documenta precisamente lo contrario: el abandono. En vez de “revivido por Dios”, el edificio ha sido dejado a la intemperie. Por eso, como bien dices, la imagen por sí sola tiene algo de pieza arqueológica, concreta y, de entrada, sin narrativa, nada nostálgica pese al manto de nieve que recubre el lugar. Tampoco emana uno de esos Silencios elocuentes a los que se refriere Carlos Martí Arís en su genial ensayo, que llevado al terreno de la fotografía arquitectónica pudieran llegar a tener algunas piezas de la escuela de Dusseldorf, o la carga emocional de paisajes aparentemente inexpresivos como los Campos de fútbol Campos de batalla de Bleda y Rosa. Sin la fotografía de Shore al lado, o presente en la memoria, la imagen de Ulrich permanece ultracongelada, como uno de esos cuerpos sepultados en algún glaciar remoto, que se conserva a la perfección miles de años, oculto, hasta que un día cualquiera, ¿a santo de qué? se vuelve visible.

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#15

Todo eso son cosas que suceden dentro del rectángulo: las fotos de Ulrich y Jeff Wall, la proyección de Jack Goldstein o el paysage fautif de Duchamp. Añado a esta lista blanquecina y láctea la salpicadura de Hockney en A Bigger Splash, esa cita al expresionismo abstracto cargada de ironía (¿de mala leche?). Pero si ampliamos el marco y pensamos en el recinto del museo, un espacio generalmente rectilíneo y uniforme, ahí la pintura de acción, el informalismo, buena parte del arte povera —y la lista podría seguir— funcionan al mismo nivel que la leche desparramada de la que venimos hablando. Entre el querer decirlo “todo” y el no significar apenas “nada”testimonian un cierto grado de oposición o resistencia a un mundo occidental cada vez más tecnificado, cartesiano, racional y geométrico. En cambio el minimalismo —frío y seriado— en la medida que duplica lo existente (como nos enseñó Dan Graham puntualmente) se reviste de carácter escenográfico y por eso mismo es también, al fin y al cabo, teatral, aunque debo añadir que nunca me ha parecido fatigoso y opresivo... Por otro lado, si hablamos de penetrar en el tiempo, de un modo análogo la arqueología penetra el espacio, verticalmente, en profundidad, para encontrar vestigios del pasado. Sin embrago, las fotografías de Ulrich, que muestran el punto álgido y la decadencia de las grandes superficies comerciales de los EE.UU., atestiguan un cambio de paradigma en lo arqueológico, anunciado por Rem Koolhaas: en el paisaje americano la arqueología del futuro no necesitará excavar en profundidad, le bastará con recorrer el territorio horizontalmente para encontrar en él ciudades enteras y centros comerciales simplemente abandonados, dejados a su suerte y deterioro. Esa arqueología horizontal se pone en práctica cuando Ulrich revisita el lugar que Stephen Shore fotografió en 1973.

 
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#14

La leche también aparece en esa magnífica exposición de DIdi-Huberman que mencionas, en el video A Glass of Milk de Jack Goldstein; un puño va dando golpes sobre una mesa en la que hay un vaso de leche, que acaba desparramándose. El ritmo monótono de los golpes, que suenan como un martillazo a cada segundo, es en cierto modo análogo a la regularidad asfixiante del escenario en estas fotografías de Jeff Wall y Brian Ulrich. Los ladrillos, las losas, los marcos de las ventanas, incluso la sombra que se proyecta en la pared en la foto de Wall son líneas rectas, uniformes, repetitivas, sin accidentes. Todo queda enmarcado, nada respira. Lo mismo ocurre en la foto de Ulrich, con baldosas en vez de ladrillos y todos esos renglones de productos serializados. Hasta la pared del supermercado no es lisa sino una capa con más y más líneas rectas. Dice Rüdiger Safranski en su último libro Tiempo: «Lo recto y lo medido escrupulosamente, aunque en su aspecto exterior resulte espacioso, ejerce el efecto paradójico de que provoca un sentimiento de estrechez. Eso se debe a que la regularidad en el espacio produce el mismo efecto que la repetición en el tiempo. Se produce la impresión de una fatigosa y a la vez opresiva monotonía. El espacio uniformemente articulado corresponde a la vivencia de lo siempre igual en el tiempo. En uno y otro caso la consecuencia es el aburrimiento.» En ese contexto, la leche desparramada aparece como la antítesis de lo medido, el estado anterior a la página en blanco; un paysage fautif que surge de un deseo irracional e irrefrenable, del impulso de actuar, de comenzar algo, de penetrar en el tiempo. 

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#13

Tal vez a Van Gogh, tan inestable emocionalmente, le conmoviera el grabado de Hokusai por identificarse con la dinámica cíclica de toda ola: elevarse hasta un punto álgido, para acto seguido abatirse. Una forma que se arremolina moviéndose en espiral, que tendría por lo tanto cierto grado de parentesco con algunas de las pathosformeln de Aby Warburg, esos motivos o gestos que de manera “sintomática” reaparecen una y otra vez a lo largo de la historia del arte. Imagino sin problema esa ola de Hokusai en el panel 56 de su Atlas Mnemosyne: "Elevación y caída", cercana a los esbozos de Miguel Ángel que abordan la Caída de Faetón. Por otro lado, el motivo de la ola está muy presente en los textos de la última exposición comisariada por Georges Didi-Huberman: Soulèvements, como icono muy eficaz a la hora de expresar los movimientos sociales de insurrección y revuelta. Pero lo que más me atrae de esa imagen es el inconsciente óptico que revela avant la lettre, la capacidad de Hokusai de paralizar ese instante y enseñarnos algo que hemos visto muchas veces antes, pero nunca de ese modo, y que solo puede ir a la par de la extraordinaria capacidad de observación del autor, antes de que la fotografía transformara nuestra manera de ver las cosas. Todo este trasunto de la elevación, la caída y la parálisis... entra en juego en Milk, de Jeff Wall, pero también en esa otra fotografía de Brian Ulrich.

 
 

#12

La ola de Hokusai está en todas partes. Hace unos días la vi en una papelería de Rio de Janeiro, como portada de agendas y libretas. Poco después en el cine, en una escena de la película Moonlight (enmarcada en el salón de Teresa). Hoy como funda de cojín en un restaurante de Londres. Este año el British Museum le dedica a Hokusai una exposición (que se anuncia en el metro, como no, con la ola.) Existe también su versión emoji, omnipresente en millones de mensajes electrónicos emitidos a cada segundo. Ya que mencionas Deleuze y su Proust y los signos, ¿qué significa que la ola de Hokusai esté más presente en el imaginario colectivo? Que una ola “vuelva” tiene su qué ¿no? En cualquier caso, las olas de Weiss y Hokusai son sin duda primas-hermanas, son tangibles (trazo por trazo) pero parece que se muevan (tal vez por eso la ola de Hokusai pudo “conmover” a Van Gogh). Desconocía el libro cinemático de Weiss. Ese ir y venir de lo manual a lo mecánico, de lo mecánico a lo manual al que te refieres parece que sigue hoy igual de vigente que hace 100 años. Lo manual adopta formas de mecanización —como en el libro de Weiss— y lo mecánico es indisociable de lo subjetivo —volviendo a Tillmans una vez más; en la imagen fotográfica, la verdad no se halla enfrente del objetivo, sinó detrás de la cámara

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#11

Así cierras el círculo de modo muy sugerente: si el libro precisa el blanco como puente hacia lo real y sus significados, la pared presenta en las imágenes que contiene los signos que nos hacen pensar. El libro como "máquina de exposición" me parece muy excitante. Tendemos a olvidar que todo libro es también un dispositivo tecnológico por sí mismo, sin dejar de lado que a menudo es el resultado de un proceso industrial y seriado. Deleuze, en Proust y los signos establece un nexo entre el arte y la máquina: «¿Por qué una máquina? porque la obra de arte así comprendida es esencialmente productora, productora de algunas verdades. (...) Interpretar, descifrar, traducir, son aquí el propio proceso de producción.» Así, si Tillmans considera la concepción de un libro como la tarea de "montar" una "máquina de exposición", tal vez sea porque tenga en mente que de lo que se trata es de poner en juego la producción de significado. De lo que se trata es de que "funcione", y vuelvo aquí a Deleuze: «La obra de arte moderna no tiene un problema de sentido, sólo tiene un problema de uso.» Si bien ciertos momentos o experiencias privilegiadas tienen la capacidad de hacernos pensar —y para Deleuze más importante que el pensamiento en sí es "lo que hace pensar"— el filósofo sitúa el libro como el lugar idóneo para ello, y recurro a Proust y los signos por última vez: «Todo el interés se desplaza, pues, de los instantes naturales privilegiados a la máquina artística capaz de producirlos o reproducirlos, de multiplicarlos: el Libro.» Por otro lado, todo esto me hace pensar en un libro que es de naturaleza muy diferente a los de Tillmans, pero que realmente "funciona como una máquina" —de un modo muy cinemático. Se trata de Die Wandlungen, de David Weiss, en donde cada dibujo se abre a su continua transformación, de un modo que parece no tener fin. Es un libro muy irónico que depara muchas sorpresas, también en el plano formal: trazados muy sencillos y de tamaño reducido evolucionan hacia una complejidad mayor, llegando a ocupar toda la página, como sucede en este mar turbulento, que trae a la memoria la magnífica ola de Hokusai.

 
 

#10

En varias ocasiones Tillmans se ha referido al libro como “máquina de exposición” en vez de “espacio de exposición”Supongo que es una manera de entender el blanco de la página no tanto como un contenedor sino como una pieza más de un dispositivo, una parte activa que al igual que las imágenes puede adoptar distintos matices, dependiendo del contexto. Es decir, para Tillmans el blanco de la página no solo significa vacío, respiro, abstracción, margen… también significa forma, ritmo, lenguaje, ética. Puede incluso leerse como una especie de zeitgeist; si comparas sus libros de los años 90 con los de ahora, verás que el blanco de la página se ha ido transformando. En la actualidad aparece más inestable, azaroso, casi errático. En algunos de sus últimos libros, las imágenes “caen” en la página de un modo algo análogo a los 3 Stopagges Étalon de Duchamp. Lo cual, me doy cuenta, desmonta un poco mi teoría de no utilizar el blanco como contenedor... aunque eso de desmontar teorías es a su vez muy Tillmansniano. En cualquier caso, el blanco de la pared tal vez no tolera tan bien ese juego azaroso. A diferencia del libro, el espacio de la galería es a priori menos compacto, uniforme y reticular, sobretodo teniendo en cuenta que para Tillmans todo, absolutamente todo el espacio, con sus particularidades y accidentes —una columna, un extintor, un ángulo extraño, una señal de “Salida de Emergencia”— importa. Todo tiene su papel. En la galería, al abrirse el campo visual, son las imágenes las que, en cierto sentido, actúan como el blanco de la página, en la medida en que articulan, dan forma, generan marcos conceptuales y activan el espacio, lo hacen visible, lo amplifican. 

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#9

El blanco de la página es fundamental para que podamos otorgar significado al texto o a la imagen. Necesitamos tomar distancia para lograrlo, y por eso durante la lectura nuestra mirada se aleja en ocasiones del libro. Si en ese trayecto visual hacia fuera del libro encontramos en la página el espacio en blanco suficiente, éste puede auxiliarnos de un modo más eficaz que el entorno, que es un campo abierto a mayores distracciones. Parece claro que saturar más y más la página con imágenes y reducir el espacio blanco sean mecanismos que generen mayor interacción entre lo que encontramos “dentro” y lo que hay “fuera” del libro. Ese ir y venir del libro al entorno y viceversa tiene mayor solución de continuidad. Más aún si las imágenes publicadas son en color, porque el blanco y negro, como dice Downsbrough en Shifting places, está más cerca del pensamiento: su cesura respecto al paisaje es mayor. Si esa es la intención, que el libro convoque a cuanto hay fuera de él, será porque de esa fusión (o confusión) se espera alguna cosa más significativa que lo que el propio libro por sí solo es capaz de aportarnos. Mira estas dos páginas confrontadas: por un lado tenemos el taller de Mondrian en Nueva York. Sabemos que el neoplasticismo quería superar los estrictos límites del lienzo, y que una de sus mayores aspiraciones era que cuanto sucedía dentro del cuadro irradiara hacia el entorno: los objetos, la arquitectura y el urbanismo. La vanguardia rusa buscaba cosas parecidas por esas mismas fechas. Por otro lado, tenemos esa imagen de la instalación de Tillmans en la galería Juana de Aizpuru. Se habla mucho del libro como "espacio de exposición", pero creo que Tillmans es plenamente consciente de las enormes diferencias que se dan entre el blanco de la página y el de la pared, ¿no te parece?

 
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#8

A medio camino entre el demiurgo y el viajero quizá nos encontraríamos con alguien como Wolfgang Tillmans. Pienso ahora en su libro Neue Welt, que apareció un año después de Surface Series. Las dos publicaciones tienen una especie de magnetismo; de entrada, si las juntas verás que tienen exactamente las mismas dimensiones, tanto de ancho como de alto. Incluso sus lomos miden lo mismo, 2 centímetros clavados. Ambos libros comparten esa fascinación por las superficies como manera de aproximar-se/comprender el mundo. Neue Welt también tiene esa doble mecánica de visualización, funciona tanto con una lectura rápida como lenta. Sin embargo, en vez de mantenerte “en suspensión, fuera de cuanto te rodea”, creo que apunta hacia la dirección opuesta, te despierta e invita a que prestes atención, precisamente, a todo cuanto te rodea; a la piel de los cuerpos y al más allá del cosmos, así como a los mecanismos hipnotiza-cegadores a los que estamos expuestos. Tillmans parte de la materialidad cósmica de las cosas, del todo es real, tal y como anuncia el título de otro de sus libros: if One Thing Matters, Everything Matters (si bien la traducción al castellano —“Si una cosa importa, todo importa”— no abarca el doble sentido crucial de la palabra “matter”, que en inglés significa “importar” como verbo y “materia” como sustantivo. Es decir, que “toda la materia importa”.) Una fotógrafa de la India que conocí una vez me dijo que Neue Welt es como un trozo de mundo. Todos los libros, como todos los objetos, lo son, por supuesto, pero ella se refería a una presencia más compleja, a una especie de meta-presencia; se me quedó grabado el modo grácil y curioso en que lo dijo, mientras simulaba cortar un pedazo de pastel en el aire… un pedazo denso y a la vez ingrávido de mundo. De hecho, así suelen ser los libros de Tillmans, con una densidad de información extraordinaria aunque nada pesada, gracias al ritmo en que se mueven las imágenes. También en ese sentido el blanco de la página y los márgenes son una parte trascendente de su obra, sobre la cual se ha hablado muy poco. En Neue Welt, por cierto, en medio del torrente de imágenes, hay una hoja entera, por las dos caras, en blanco. Pasa desapercibida, pero ahí está. Yo diría que es totalmente intencionada.  O quizá no. Pero sí.

#7

La persona hipnotizada está en suspensión, fuera de cuanto le rodea. Cuando “regresa”, no recuerda nada de la experiencia vivida. Para mí esos libros nos trasladan justamente ahí: nos absorben y ponemos en ellos una atención quizás no muy duradera, pero sí muy extrema. Como tú dices, lo interesante es que todo ello ocurre en un plano estrictamente visual, y eso les concede un mérito singular, ya que, ante una novela o un ensayo, como decía Schopenhauer en Sobre la lectura y los libros, se da por descontado que "cuando leemos, otro piensa por nosotros". Eso le pasa también al hipnotizado, que ejecuta sus acciones al dictado de otro, del hipnotizador. Por otro lado, se da esa ambivalencia: miras la Parallel Encyclopedia con atención extrema, pero si al cabo de unos meses vuelves a ella, por un lado es como si nunca antes hubieras estado ahí, y por el otro te resulta extrañamente familiar. Lempert y Epaminonda te seducen de un modo parecido, pero en la maquetación de los libros de Suter encuentro mayor densidad visual, poco lugar para el blanco de la página. No sé si en cada sesión de hipnosis se vuelve o no al mismo lugar. Tal vez el uso predominante del blanco y negro tenga algo que ver con todo esto. Yo diría que Epaminonda y Suter ocupan el lugar del demiurgo, mientras que la posición de Lempert me recuerda más a la del viajero.  

 
 

#6

Un amigo me regaló Surface Series con la dedicatoria: «Mirar entre 6 y 15 imágenes antes de ir a dormir, durante una semana. No se conocen contraindicaciones». No le faltaba razón. Es una especie de libro-somnífero, con todos esos remolinos de tiempoque diría Didi-Huberman, paisajes-puzzle, piedras que van y vienen, ruinas circulares… Te atrapa simplemente al dejar caer las páginas pero también al rastrear detenidamente una sola imagen. Tiene una doble mecánica de visualización, por decirlo de algún modo. Supongo que de ahí ese carácter hipnótico. ¿Situarías también en esa órbita los libros de Haris Epaminonda? ¿Y los de Jochen Lempert?

#5

Está muy fino ahí, entre el carácter definitivo del texto impreso y la inestabilidad pululante de la letra digital en la pantalla, que siempre parece a punto de ser modificada, corregida... Entre dos medios, como Bartleby (esa "letra muerta", según Agamben) que se movía entre dos superficies: el biombo de la oficina y el muro que veía a través de la ventana. Pero volviendo a Books on books, el libro se detiene unas páginas en la Parallel Encyclopedia de Batia Suter. Ese tomo, como también su Surface Series y otros, forma parte de una categoría de libros que yo llamo para mis adentros "libros hipnóticos"¿qué te parece ese término?

 
 

#4 

En Últimas noticias de la escritura, Sergio Chejfec transita ese espacio entre libro y pantalla cuando compara dos imágenes de un mismo texto; un fragmento de una novela que, por un lado, aparece impreso en la página de un libro y, por el otro, como un escrito capturado en pantalla. En una y otra imagen las palabras son exactamente las mismas pero la percepción que uno tiene al leerlas en cada caso es muy distinta. 

#3

Cierto! Se trata entonces de esa distancia que siempre encontramos entre "la cosa en sí" (un objeto cualquiera o, en este caso, una conversación) y su "presentación" en un libro, que difícilmente puede evitar dejar de ser una "representación" (una fotografía del objeto o, volviendo a Monk, la edición posterior de esa conversación informal —o de la nuestra).
De cualquier forma, los libros que muestran otros libros tienen un encanto especial ¿no crees? Es habitual en las webs de muchas editoriales mostrar libros (cerrados o abiertos por algunas de sus páginas), pero cuando eso mismo sucede dentro de un libro y no en la pantalla, se activa un resorte especial, que está entre lo poético y lo lúdico, como esas muñecas rusas que contienen dentro de sí otra muñeca más pequeña... Son libros-caja, aunque, en el fondo, quizás todo libro sea siempre, en cierto sentido, una caja.

 
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#2

Pequeño gran libro. Poco después de leerlo encontré por casualidad, en la librería de la Serpentine Gallery, uno de los títulos que se mencionan en él, Cover Version de Jonathan Monk; libro de artista que tiene la peculiaridad de llevar su precio de £10 impreso en la cubierta, a modo de subtítulo. Al verlo en la vitrina de objetos de coleccionista creí que tendría un precio desorbitado; sin embargo, 10 años más tarde el libro seguía costando 10 libras. Pensé: «por una vez la integridad de una obra se impone a las inercias del mercado...» En ese sentido es una rareza por partida doble: que no suba su precio —pero sí suba el IPC— significa que el libro en realidad se va abaratando con los años, lo cual, tratándose de un libro de coleccionista, le da aún mucho más valor. Pero esa subida de valor no puede monetizarse, porque eso es precisamente lo que le restaría valor. Una trampa al (y no del) mercado, un pequeño acto de resistencia. A propósito de este libro, cuenta Jonathan Monk en Books on books que la transcripción de la conversación que mantuvo con Seth Siegelaub por teléfono, la que aparece a modo de epílogo, está un poco tergiversada... Al parecer Siegelaub transcribió literalmente las palabras espontáneas de Monk, típicas en una conversación telefónica, en plan «¡uau, genial!» o «no estoy seguro de cuándo fue», pero sustituyó sus propias imprecisiones con datos concretos y palabras perfectamente medidas.  

#1

Este es un encuentro que va a discurrir sobre libros, y me parece buena cosa empezar, antes que nada, por citar Books on books, esa pequeña publicación que contiene la charla que mantuvieron Jonathan Monk, Yann Sérandour y Jérôme Saint-Loubert Bié acerca de unos cuantos libros. Me gustan muchas cosas de este libro: su pequeño formato, sus cubiertas, pero sobretodo me gusta su tono. Al tratarse de una conversación recoge por igual ideas muy espontáneas y pensamientos de mayor calado. La publicación, como las fotografías de libros que aparecen, tiene ese aspecto informal y distendido que siempre está presente en una cita donde se desordena la biblioteca, se ojean libros, se buscan y comentan páginas concretas.